martes, 13 de octubre de 2020

LOS DESTILADOS


Hay destilados torpes, y precisos

Los primeros son fruto del novatismo, o de la desidia, o del azar o, ¡qué triste!, de un don negado. Los segundos son fruto de la experiencia, o de la dedicación, o del azar, o de un don innato y con suerte descubierto. Los medianamente torpes o precisos, o imprecisos, para ser exacto, no nos interesan; esos concluyen rápidamente su pasantía en el arado orgánico de nuestra memoria, agotan inútilmente nuestro tiempo, nos hacen caer en el cómodo sofá de la banalidad, morimos junto a ellos vacíos, colmados pero insatisfechos; en cambio los torpes, por lo menos, esos, nos enseñan la torpeza.

¿Es que acaso la poesía es la destilación de la lengua?, ¿Es que acaso la música es la destilación del caos sonoro?; ¿es que acaso las artes visuales son la destilación de la luz?; ¿es que acaso la danza es la destilación del movimiento?; ¿es que acaso el teatro es la destilación de la naturaleza humana?; ¿es que acaso el agua es la destilación natural de nuestro espíritu?

Una verdad es sin embargo innegable: la destilación es esa reducción a lo esencial de la materia, y es con esa reducción como las cosas se vuelven transparentes, y es en esa transparencia donde radica la amplificación de nuestro entendimiento, y es en ese entendimiento donde nosotros mismos nos transparentamos.


lunes, 20 de noviembre de 2017

Levitar a voluntad en los sueños

Nunca me propuse descubrir el mecanismo para levitar en el sueño, pero lo hice, o al menos la forma en que a mí me funciona. Sucedió de manera fortuita y progresiva en el transcurso de muchos años.
            Los primeros sueños de levitación me vienen de la infancia. En la mayoría de ellos me asaltaba ese vértigo natural que uno siente al aterrizar en un avión o ejecutar una bajada brusca, ya sea en carretera, en un juego mecánico, o cuando debido a la talla infantil, los adultos te arrojan ligeramente al aire en actitud de juego. Una vez que el cerebro reconoce esa sensación de caída, se reproduce en el mundo del sueño y se magnifica —eso ya lo he anotado en un poemario— de tal modo que el derrumbe del organismo en el aire onírico adquiere un efecto de realidad que el cerebro no es capaz de diferenciar del mundo despierto. Luego nos viene el sobresalto.
            Con el tiempo, los sueños de levitación han sido esporádicos, pero eficaces, muchos de ellos los he hecho en el contexto lúcido, es decir, mientras volaba he cobrado conciencia, también fortuitamente,  de que estaba soñando, y también era consciente de la presencia de una especie de actividad mental particular que, en cada sueño de esta naturaleza, era la misma. Es decir, el “mecanismo” para volar nunca fue aleatorio, todo el tiempo ha sido y es el mismo independientemente de la época y del sueño. Pero ¿cuál es ese mecanismo?, ¿es que acaso puede uno reproducirlo a voluntad para inducir el vuelo en el sueño de manera consciente?
            Bajo estas interrogantes, he aprovechado este tipo de sueños para examinar, más que el vuelo, ese mecanismo, pues aunque la sensación mental es clara y evidente, su descripción y reproducción no tanto; de abordo es necesario una especie de “fe en dejarse caer”, pero eso no explica nada, en el mundo despierto uno se deja caer y probablemente se rompe un hueso, en el mundo del sueño uno experimenta la misma resistencia a dejarse caer por miedo a lo mismo, aunque el riesgo de lastimarse se reduce a cero.
            Descubrí que era necesario que el cuerpo físico, el del durmiente ahí en su cama, fuera también agente activo en el proceso. El cuerpo debe lograr la máxima relajación, dejar de percibir su propio peso y, por ridículo que suene, desviar los ojos hacia atrás. Sí, forzar al nervio ocular a perderse en si mismo. El lector que ponga los ojos en esa posición descubrirá que hay una pequeña sensación de tirón y al mismo tiempo una especie de “predisposición al trance”. Hágalo ahora y perciba la sensación en la cabeza… ¡Eureka! Esa misma sensación es la que hay que inducir en el sueño
            Una vez que tuve conciencia de eso, logré muchas veces hacer saltos que se pronunciaran más allá del salto ordinario. Así vi que podía elevarme unos 10 metros con sólo impulsarme e inmediatamente soltar y desviar los ojos para entrar en un estado de sueño durante el sueño. Lo primero que se experimenta es una ligera sensación de caída, pero no hay que inmutarse, la sensación de caída es en realidad la primera condición de la levitación.
            Ahora, debo recalcar, por si no quedo claro, que los ojos que uno desvía no son los de nuestro cuerpo onírico, pues al desviarlos nuestro cerebro bloquearía la posibilidad de ver los paisajes por los que transitamos en estado de levitación, y eso no es precisamente lo que queremos, lo que buscamos es mantener nuestros ojos oníricos abiertos para desplazarnos de un punto a otro con la misma parsimonia del peatón de la vida despierta. Los ojos que desviamos son los reales, los ojos que duermen. Es como si una vez dormidos, exigiéramos al organismo dormir de nuevo, a forzar un doble sueño, a descender una capa más abajo del sueño profundo, de modo que estando en una capa onírica ordinaria, nuestra consciencia, sin abandonar esa capa, se trasladara a una más profunda produciendo así la levitación onírica.

            La última vez logré elevarme a voluntad sin necesidad del impulso con las piernas, me agarré a una especie de tubo horizontal, y finalmente activé el mecanismo, mis pies se elevaron inmediatamente y me mantuve de cabeza con las manos agarradas al tubo. Lo intenté varias veces con fines probatorios y siempre el resultado fue exitoso. Habrá que recalcar que es indispensable también la voluntad de ir hacia abajo para poder elevarse; en ese mecanismo de elevación interviene el acto de soltar, de hiperrelajar al organismo para dejarlo sumergirse en lo más profundo del sueño, y en la fuerza de esa profundidad, volar.

sábado, 2 de enero de 2016

Oaxaca y la paradoja del cambio




Me encontraba habitando el centro oaxaqueño —digo que me encontraba porque fácil es perderme—, bebía un café y miraba a los intelectuales y pudientes, tenía calor y comía lo que la gente de alta alcurnia llama brownie, y que en mi infancia en el mercado se llamaba, así sin más: panquecito. Pensaba en la desigualdad viendo a mujeres y hombres entrar a comprar tlayudas de 300 pesos a un restaurante de lujo, mientras afuera un par de mendigos, justo en la entrada de ese mismo restaurante, pedían algunas monedas para mitigar su hambre. Soñaba despierto con las mieles de todos mis fracasos. A la hora de pagar el café, con un billete de alta denominación numérica —y omito la cantidad para mitigar la envidia del lector en plena crisis—, el encargado de la caja, molesto, irritado acaso, bilioso, dijo al aire y sin mirarme: "no tengo cambio". Le dije que yo tampoco y, aunque era su obligación conseguir monedas, tomando en cuenta que mi sistema digestivo ya procesaba el café y el panqué, me vi vencido por una profunda humildad que me incitó a salir  para conseguir un billete más chico.

Deambulé por grandes negocios y comercios pequeños, intenté con los vendedores ambulantes y en las oficinas de gobierno. Probé comprar un esquite, un elote, un agua, pero sólo recibí negativas ante un finísimo billete de 500 pesos (Perdón, no pude evitar decirlo).  Regresé al café, porque había dejado en prebenda un objeto entrañable que no estoy en condiciones de nombrar, y encargue al cajero la travesía que, de mala gana, tendría que aceptar. Lo imaginé a paso rápido, el rostro descompuesto, las negativas acumulándose en sus oídos, yo sonriendo. Pero, válgame dios, abrió la caja registradora y, oh revelación, lucía repleta de monedas y billetes chicos. Consternado salí del café y recordé la pregunta de una amiga alemana: ¿Quién tiene el cambio en Oaxaca? No supe si era una pregunta política, un chascarrillo occidental, o lo que realmente era, una alusión a la aparente ausencia de monedas y billetes chicos en todo negocio de esta ciudad.  Me dije entonces "Es hora de escribir un textillo”.

¿Por qué la gente niega el cambio a pesar de tenerlo? Los viejos tratados de filosofía popular sugieren que se trata de un fenómeno insertado en la psicología de los oaxaqueños. El fenómeno, observado medularmente —para sonar erudito—, tiene como base un individualismo propio de las capitales —recuerde el lector que la palabra capital se relaciona con el dinero. Se gesta en la psicología infantil: cuando un niño, mándado por sus padres irremediablemente, pide cambio en un lugar cualquiera de la urbe, la negativa será constante. Crecerá en él un profundo resentimiento y, aún peor, buscará la oportunidad de ejercer una venganza reprimida. Así, algún día alguien vendrá a él, con la urgencia de obtener la división de algún billete, y sabiendose los bolsillos llenos de monedas y billetes chicos, proferira un NO TENGO. Su espíritu se llenará de regocijo, obtendrá un placer pasajero que mitigará las negaciones del pasado. Luego entonces, sobrevendrá en él un miedo extraordinario, el miedo a quedarse sin cambio, el miedo a perder aquello que le permita ejercer, una y otra vez, su dulce venganza. Este miedo afecta la psicología del oaxaqueño, la sume en un abismo que altera su convivencia, es una fobia invisible de consecuencias desmedidas,  que llega a afectar incluso el curso del destino.

Recuerdo el día en que a Fermín, entrañable amigo de la adolescencia, le fue negada la compra de un par de baterías que necesitaba con urgencia para un trabajo escolar. El vendedor alegó la falta de cambio, pese a que no parecía irle muy bien en sus ventas, pero tampoco mostraba interés por cambiar el billete que Fermín, con su mano suave y delicada, su mirada conmovedora y su inocencia inmaculada —nótese que intento preparar al lector para lo fatal— le ofrecía. Fermín salió disparado en esa búsqueda infructuosa que narré al principio de este texto. El resultado fue catastrófico, Fermín, el mejor estudiante de bachillerato que jamás haya conocido, nunca volvió, falleció atropellado después de agonizar seis días, repito, seis días en el hospital.

Desde ese momento supe que el cambio, el mentado cambio, era una figura oscura de la convivencia. ¿Habría muerto en lugar de Fermín el vendedor si se hubiera internado en esa carrera?, ¿cuantos han caído muertos bajo el yugo del cambio?,  ¿cuántos  han llegado tarde a compromisos importantes que modificarían el curso de sus vidas? La lista en mi archivo de minucias es larga, pero no está el lector ahora para adentrarse en esos archivos personales. Y es que traer un billete de 500 pesos es no traer nada, es no poder comprar ni la más básica torta en el mercado.


¿Cómo opera este monstruo?, ¿tiene vida propia? Los individuos piensan "si me quedo sin cambio, ¿con qué voy a no cambiar?". Acumulan cambio, pero, por el miedo ¡no cambian!  La conclusión semántica me asusta. Oaxaca no cambia, se resiste al cambio pese a las luchas sociales, está invadida por el monstruo del egoísmo. Esto ha llevado a Europa a colocar máquinas de cambio en lugares públicos, para evitar al monstruo, a esa quimera monetaria que destruye. Ay de mí y de lo que observo, ay de este paisaje lleno de desdenes, ay del Oaxacambio. 

jueves, 23 de julio de 2015

Cerdo y Brandy




1


“Cerdo, pinche cerdo” así se le decían en el pueblo. De vez en cuando una patada, otro día los piedrazos repentinos de los niños, a veces el encierro. 
            —Mira carnal, ya tengo la costumbre, a ti por lo menos te alimentan, a mí no me dan ni los huesos —le recordaba Perro para consolarlo.
            —Es que hueso no come hueso  —respondía Cerdo. Se carcajeaban.
            Perro y Cerdo, sin nombre alguno, sólo eso: un perro y un cerdo, eran compas desde niños. Allí en esa vieja casucha habían crecido y habían sido testigos de los más atroces actos. La madre de Cerdo, por ejemplo, fue desollada, justo en sus cerdas narices, con su cerda cara. La imagen vendría a Cerdo cada noche; un relámpago en la cabeza, una risa humana en la casucha, y luego un estar pensando en eso.  La imagen era nítida: llegaron los cabrones, cuchillo en mano,  ¡zaz!, un medio corte a la yugular de la cerda, que quedó abierta, exhibiendo quién sabe qué órgano blanquecino… hasta desangrarse. Media hora duró la agonía, los gritos, media hora los azotes para que se callara. 
            Cerda ya le había dicho.
            —Vendrán por nosotros, vendrán para asesinarnos, por eso nos alimentan, por eso.
            —¿Y no podemos irnos?, ¿huir? —preguntaba Cerdo.
            —Imposible, alguien más nos agarraría allá afuera. Todo cerdo está condenado por el hecho de serlo.
            Cerda le contó que esa onda de comérselos a ellos venía desde viejos remotos tiempos. Que era una práctica que se había transmitido de generación en generación y que ella lo sabía porque cada generación de cerdos lo cuenta a la siguiente. Que habían nacido para eso, que en su carne estaba escrito su destino.
            Y la imagen seguía ahí fresca,  tan dura como un hueso, tan lagrimeante como el deseo de venganza. Su madre agonizante no sería un acto impune, decía, buscaría el modo, buscaría como hacer que esa muerte se pagara. Buscaría.
            Perro lo tenía claro, Cerdo sería asesinado de la misma forma que a la vieja Cerda, quiz morir a los poobabilidad rno mundo de los perrosadridos avizaba y les robaban principalmente comida. estaban á de peor manera. Ya había visto morir a los pollos, ya había visto también a los toros desangrarse lentamente. Perro, sin más amigos que ese Cerdo regordete, pensó en darle un aliciente, al menos podría regalarle unos buenos años. Quizá le valdría divertirse antes de llegar a esa oscuridad eterna. Lo arrastró a los paseos nocturnos, le mostró la vida de los perros, las peleas callejeras, las apuestas por un hueso. Ahí, en ese ambiente fue dónde Cerdo conoció a Brandy, un perro que había llegado al pueblo de la mano de un forastero que murió asesinado, “problemas de drogas”, decía. Pinche Brandy, era negro y tosco, pero inteligente, una combinación que, según Perro, no era fácil de encontrar. Se había quedado sólo después de la muerte de su dueño y por lo consiguiente, en la calle.  Comenzó a liderar una banda de perros, sin hogar y “libres” decía él. Asaltaban hombres a medio camino, en la oscuridad de los montes, y les robaban principalmente comida. Estaban organizados: uno de la banda, el más pequeño, hacía guardia en el camino y con tres ladridos, cuatro a veces, avisaba. La emboscada no se hacía esperar: de frente, ante los ojos de la víctima, aparecían los de dientes más grandes —aunque flacos—, a los costados los de ladrido imponente para apabullar el oido —aunque no tuvieran dientes—, y atrás Brandy, callado, mirando fijamente, olfateando el miedo de la presa.
            La banda ya tenía ubicados a los hombres del pueblo, sabían cuándo era día de mercado, y a qué hora regresarían. Los espiaban en rondines tranquilos mientras hacían sus compras, se paseaban de un lado a otro entre los puestos de frutas, de carne, entre la basura, sin que nadie se inmutara por ello, allí no ladraban, no hacían escándalo, a veces incluso eran amigables, así sabían si valdría la pena o no un asalto “a hocico armado”. Las justificaciones de Brandy no eran descabelladas, había que hacer eso o morir de hambre, había que demostrarles a los hombres que el mundo no es sólo de ellos. 
            Anteriormente Brandy se había ganado el pan con el olfato, contaba que había sido entrenado para reconocer los químicos; pronto supo para qué servían y cómo se utilizaban. Conocía bien a los hombres.
            —Mi amo producía droga, por eso lo mataron, me enseñó a reconocer aromas       —¿Y eso para que sirve? —preguntó Perro
            —Para hacerte rico —se limitaba a responder Brandy no sin soltar un gruñido a manera de carcajada.
            Perro, impresionado por las historias de Brandy, y una vez que Cerdo fue aceptado por la banda, propuso la idea darles un buen susto a sus amos. quizá de esa manera salvarían a Cerdo. Brandy no quiso.
            —No somos lo suficientemente fuertes, ellos tienen armas, a lo mucho daríamos unas cuantas mordidas antes de que nos pesquen a todos. Lo siento.
            —¿Y sí los agarramos en emboscada? —propuso Tyoko, el flacucho de la banda pero el más veloz.
            —Esos nunca caminan, siempre traen camioneta —replicó Cerdo.
            —Mira carnal —dijo Brandy a Cerdo —lo mejor es que te quedes acá con los salvajes, que ya no te retaches allá con esos amos de mierda.
            Pero Cerdo no tenía intención de escapar, de verse como un cobarde. Tendría que buscar el modo de vengar la muerte de su madre. Además qué haría un cerdo entre esa manada de perros. Sin dientes afilados, y sin velocidad estaría perdido, pensaba que a la larga se volvería una carga, y entonces vendrían los problemas. Aunque quizá, para su venganza, los perros le ayudarían.


 2
La quinceañera andaba de lentejuelas, pese a estar embarazada, pues la panza se le asomaba entre los apretados pliegues del vestido, sus padres le organizaron un fiestón. Meses antes lo habían planeado. Cuando llegó el momento le dieron cran a una res y a su único cerdo, darían un festín a los invitados. No se les hizo curioso que éste no chillara tanto como la cerda de hace tres años; cuando fue la boda del primogénito de la familia, esa si les había destrozado hasta los tímpanos.
            Agarraron a Cerdo por sorpresa, lo llamaron como de costumbre para ofrecerle una buena ración de maíz; la niña pequeña lo agarró de la cola y ¡sopas! que le dan cuchillo. El cerdo ni chistó, parecía aceptar su muerte como ningún otro animal lo había hecho en la casucha. Ni siquiera titubeó cuando los niños vinieron a darle los azotes “pa que se ponga blanda la carne” según la costumbre en el pueblo.  Sólo la más pequeña de la casa, la que todavía no podía decir ni pío, se percató de que había algo anormal en los ojos de ese animal, un extraño fulgor, una vidriosidad en la mirada que no había visto nunca en los otros animales, incluso vio cómo el cerdo parecía sonreír a la mitad de su masacre; mostraba apenas los dientes mientras se desangraba.
            Perro sólo miró desde lejos, detrás del viejo árbol sin hojas donde depositaban la basura, lloró en silencio. Por más hambriento que estuviera, no engulliría la carne de su antiguo camarada. A través de sus ojos se veía la tierra teñirse de rojo, y a algunos pájaros que aguardaban estupefactos sobre las ramas.
            Luego la olla, los granos de maíz, los condimentos. La cabeza sumergida en agua hirviente y un aroma afrodisiaco. Las mesas bien dispuestas, la música, el vals, las chelas. La sonrisa de los chambelanes que no apartaban los ojos del escote de encaje de la quinceañera. “Pinche Alicía, se está poniendo bien buena”.
            Las múltiples postales en los ojos de la cabeza de Cerdo —ahora sobre una bandeja— no quedarían en el olvido:  la gente saboreando el caldo, la carne pellizcada con dedos inocentes. Los comensales más generosos arrojando a Perro las sobras en el plato, algunas todavía con rastros de carne. Perro sólo las olía, recordaba el aroma del viejo camarada, y se apartaba a las esquinas, cabeza cabizbaja, desde donde no podía dejar de imaginar lo que ocurriría mañana, lo feliz que Cerdo estaría.  
            Pinche Brandy, que sabio había sido el cabrón en sus consejos, que chingón el asalto a la tlapalería. Apenas había sido ayer.
            —¿De verdad quieres hacer esto? —le había preguntado Brandy a Cerdo
            —No tengo alternativa —repuso
            Esa misma noche, la del asalto, la víspera de los quince años,  ladraron hasta el cansancio en honor al valiente. Todos los perros del pueblo lo sabían, nadie acudió a husmear en la fiesta. Cerdo ingirió el veneno a la mañana siguiente, a eso de las seis de la mañana, y a las siete lo mataron. Un día después de los quince años no hubo más festejo que el funeral: cien personas muertas por comer cerdo envenenado, así decían los diarios, incluyendo a los niños, a los amos y a la quinceañera que guardaba en su vientre un cuerpecillo que, de milagro, se había salvado.







             

martes, 19 de mayo de 2015

NOTA POSCORRIENTE: Poetas menores van a la liga intergaláctica, en Mérida




Agencias
Metemelpo, El Chico, Oax. 19/05/2015. Según fuentes no oficiales, se confirma la presencia de los poetas oaxaqueños Óscar Sandoval y Tanat en el Quinto Encuentro Intergaláctico de Escritores Con Arena En La Laringe, que se llevará a cabo en la ciudad de Mérida, del 22 al 24 de mayo de este año. 
            Cabe señalar que a la armada poética oaxaqueña no le quedó más remedio que enviar a dos de sus poetas menos experimentados luego de que varios poetas de renombre en la ciudad sufrieran esguinces de muñeca, afonías temporales y fuertes diarreas. Según fuentes del centro de la ciudad, “no se espera que los poetas hagan un buen trabajo, pues se sabe que Sandoval anda recuperándose de una golpiza aún impune, y que Tanat anda reponiéndose de una apendicitis”. Por lo que la sequía de versos se apúntala como el pronóstico más, cómo decirlo, pronosticable. 
            Expertos coinciden en que no resulta trascendental la participación de los poetas en el evento y que “no se vale que pongan de pretexto sus desgracias personales como motivo para no escribir buenos poemas. Se sabe que al Sandoval ni en el programa del evento lo habían puesto”. Al respecto, Jesús Gallegos, organizador de dicho festival aseguró al auditorio de Dos puntos en la herida, y conocido también como la guapa y sensual Andrea en Facebookque la omisión de Sandoval se debió a un error luego de que Sandoval confirmara semanas antes su participación: “Mira papá, Sandoval sabe que fue un chistorín, que no ande de chillón”. dijo. 
            Por su parte el poscorriente, Óscar Tanat, asegura que de no ser por un patrocinador anónimo, al que le dio pena dar su nombre para evitar represalias, su presencia no sería efectiva en el evento. “Me dijo que me prestaba una lana para el vuelo, es más, me la regalaba, pero que me fuera lejos de Oaxaca, incluso me recomendó salir del país para siempre si era necesario”. 

            La prensa internacional asegura que los poetas no están listos para la maquinaria poética intergaláctica, luego de no haber podido llenar ninguno de sus últimos recitales.