Me encontraba habitando
el centro oaxaqueño —digo que me encontraba porque fácil es perderme—, bebía un
café y miraba a los intelectuales y pudientes, tenía calor y comía lo que la
gente de alta alcurnia llama brownie,
y que en mi infancia en el mercado se llamaba, así sin más: panquecito. Pensaba
en la desigualdad viendo a mujeres y hombres entrar a comprar tlayudas de 300
pesos a un restaurante de lujo, mientras afuera un par de mendigos, justo en la
entrada de ese mismo restaurante, pedían algunas monedas para mitigar su
hambre. Soñaba despierto con las mieles de todos mis fracasos. A la hora de
pagar el café, con un billete de alta denominación numérica —y omito la
cantidad para mitigar la envidia del lector en plena crisis—, el encargado de
la caja, molesto, irritado acaso, bilioso, dijo al aire y sin mirarme: "no
tengo cambio". Le dije que yo tampoco y, aunque era su obligación
conseguir monedas, tomando en cuenta que mi sistema digestivo ya procesaba el
café y el panqué, me vi vencido por una profunda humildad que me incitó a salir
para conseguir un billete más chico.
Deambulé por
grandes negocios y comercios pequeños, intenté con los vendedores ambulantes y
en las oficinas de gobierno. Probé comprar un esquite, un elote, un agua, pero
sólo recibí negativas ante un finísimo billete de 500 pesos (Perdón, no pude
evitar decirlo). Regresé al café, porque
había dejado en prebenda un objeto entrañable que no estoy en condiciones de
nombrar, y encargue al cajero la travesía que, de mala gana, tendría que
aceptar. Lo imaginé a paso rápido, el rostro descompuesto, las negativas
acumulándose en sus oídos, yo sonriendo. Pero, válgame dios, abrió la caja
registradora y, oh revelación, lucía repleta de monedas y billetes chicos. Consternado
salí del café y recordé la pregunta de una amiga alemana: ¿Quién tiene el
cambio en Oaxaca? No supe si era una pregunta política, un chascarrillo
occidental, o lo que realmente era, una alusión a la aparente ausencia de
monedas y billetes chicos en todo negocio de esta ciudad. Me dije entonces "Es hora de escribir un
textillo”.
¿Por qué la
gente niega el cambio a pesar de tenerlo? Los viejos tratados de filosofía
popular sugieren que se trata de un fenómeno insertado en la psicología de los
oaxaqueños. El fenómeno, observado medularmente —para sonar erudito—, tiene
como base un individualismo propio de las capitales —recuerde el lector que la
palabra capital se relaciona con el dinero. Se gesta en la psicología infantil:
cuando un niño, mándado por sus padres irremediablemente, pide cambio en un
lugar cualquiera de la urbe, la negativa será constante. Crecerá en él un
profundo resentimiento y, aún peor, buscará la oportunidad de ejercer una
venganza reprimida. Así, algún día alguien vendrá a él, con la urgencia de
obtener la división de algún billete, y sabiendose los bolsillos llenos de
monedas y billetes chicos, proferira un NO TENGO. Su espíritu se llenará de
regocijo, obtendrá un placer pasajero que mitigará las negaciones del pasado.
Luego entonces, sobrevendrá en él un miedo extraordinario, el miedo a quedarse
sin cambio, el miedo a perder aquello que le permita ejercer, una y otra vez,
su dulce venganza. Este miedo afecta la psicología del oaxaqueño, la sume en un
abismo que altera su convivencia, es una fobia invisible de consecuencias
desmedidas, que llega a afectar incluso
el curso del destino.
Recuerdo el día
en que a Fermín, entrañable amigo de la adolescencia, le fue negada la compra
de un par de baterías que necesitaba con urgencia para un trabajo escolar. El
vendedor alegó la falta de cambio, pese a que no parecía irle muy bien en sus
ventas, pero tampoco mostraba interés por cambiar el billete que Fermín, con su
mano suave y delicada, su mirada conmovedora y su inocencia inmaculada —nótese
que intento preparar al lector para lo fatal— le ofrecía. Fermín salió
disparado en esa búsqueda infructuosa que narré al principio de este texto. El
resultado fue catastrófico, Fermín, el mejor estudiante de bachillerato que
jamás haya conocido, nunca volvió, falleció atropellado después de agonizar
seis días, repito, seis días en el hospital.
Desde ese
momento supe que el cambio, el mentado cambio, era una figura oscura de la
convivencia. ¿Habría muerto en lugar de Fermín el vendedor si se hubiera internado
en esa carrera?, ¿cuantos han caído muertos bajo el yugo del cambio?, ¿cuántos
han llegado tarde a compromisos importantes que modificarían el curso de
sus vidas? La lista en mi archivo de minucias es larga, pero no está el lector
ahora para adentrarse en esos archivos personales. Y es que traer un billete de
500 pesos es no traer nada, es no poder comprar ni la más básica torta en el
mercado.
¿Cómo opera este
monstruo?, ¿tiene vida propia? Los individuos piensan "si me quedo sin
cambio, ¿con qué voy a no cambiar?". Acumulan cambio, pero, por el miedo
¡no cambian! La conclusión semántica me
asusta. Oaxaca no cambia, se resiste al cambio pese a las luchas sociales, está
invadida por el monstruo del egoísmo. Esto ha llevado a Europa a colocar máquinas
de cambio en lugares públicos, para evitar al monstruo, a esa quimera monetaria
que destruye. Ay de mí y de lo que observo, ay de este paisaje lleno de
desdenes, ay del Oaxacambio.
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