1
“Cerdo,
pinche cerdo” así se le decían en el pueblo. De vez en cuando una patada, otro
día los piedrazos repentinos de los niños, a veces el encierro.
—Mira carnal, ya tengo la costumbre,
a ti por lo menos te alimentan, a mí no me dan ni los huesos —le recordaba
Perro para consolarlo.
—Es que hueso no come hueso —respondía Cerdo. Se carcajeaban.
Perro y Cerdo, sin nombre alguno,
sólo eso: un perro y un cerdo, eran compas desde niños. Allí en esa vieja
casucha habían crecido y habían sido testigos de los más atroces actos. La
madre de Cerdo, por ejemplo, fue desollada, justo en sus cerdas narices, con su
cerda cara. La imagen vendría a Cerdo cada noche; un relámpago en la cabeza,
una risa humana en la casucha, y luego un estar pensando en eso. La imagen era nítida: llegaron los cabrones,
cuchillo en mano, ¡zaz!, un medio corte
a la yugular de la cerda, que quedó abierta, exhibiendo quién sabe qué órgano
blanquecino… hasta desangrarse. Media hora duró la agonía, los gritos, media
hora los azotes para que se callara.
Cerda ya le había dicho.
—Vendrán por nosotros, vendrán para
asesinarnos, por eso nos alimentan, por eso.
—¿Y no podemos irnos?, ¿huir?
—preguntaba Cerdo.
—Imposible, alguien más nos
agarraría allá afuera. Todo cerdo está condenado por el hecho de serlo.
Cerda le contó que esa onda de
comérselos a ellos venía desde viejos remotos tiempos. Que era una práctica que
se había transmitido de generación en generación y que ella lo sabía porque
cada generación de cerdos lo cuenta a la siguiente. Que habían nacido para eso,
que en su carne estaba escrito su destino.
Y la imagen seguía ahí fresca, tan dura como un hueso, tan lagrimeante como
el deseo de venganza. Su madre agonizante no sería un acto impune, decía,
buscaría el modo, buscaría como hacer que esa muerte se pagara. Buscaría.
Perro lo tenía claro, Cerdo sería asesinado
de la misma forma que a la vieja Cerda, quiz morir a los poobabilidad rno mundo de los perrosadridos avizaba
y les robaban principalmente comida. estaban á de peor manera. Ya había
visto morir a los pollos, ya había visto también a los toros desangrarse
lentamente. Perro, sin más amigos que ese Cerdo regordete, pensó en darle un
aliciente, al menos podría regalarle unos buenos años. Quizá le valdría
divertirse antes de llegar a esa oscuridad eterna. Lo arrastró a los paseos
nocturnos, le mostró la vida de los perros, las peleas callejeras, las apuestas
por un hueso. Ahí, en ese ambiente fue dónde Cerdo conoció a Brandy, un perro
que había llegado al pueblo de la mano de un forastero que murió asesinado, “problemas
de drogas”, decía. Pinche Brandy, era negro y tosco, pero inteligente, una
combinación que, según Perro, no era fácil de encontrar. Se había quedado sólo
después de la muerte de su dueño y por lo consiguiente, en la calle. Comenzó a liderar una banda de perros, sin
hogar y “libres” decía él. Asaltaban hombres a medio camino, en la oscuridad de
los montes, y les robaban principalmente comida. Estaban organizados: uno de la
banda, el más pequeño, hacía guardia en el camino y con tres ladridos, cuatro a
veces, avisaba. La emboscada no se hacía esperar: de frente, ante los ojos de
la víctima, aparecían los de dientes más grandes —aunque flacos—, a los
costados los de ladrido imponente para apabullar el oido —aunque no tuvieran
dientes—, y atrás Brandy, callado, mirando fijamente, olfateando el miedo de la
presa.
La banda ya tenía ubicados a los
hombres del pueblo, sabían cuándo era día de mercado, y a qué hora regresarían.
Los espiaban en rondines tranquilos mientras hacían sus compras, se paseaban de
un lado a otro entre los puestos de frutas, de carne, entre la basura, sin que
nadie se inmutara por ello, allí no ladraban, no hacían escándalo, a veces
incluso eran amigables, así sabían si valdría la pena o no un asalto “a hocico
armado”. Las justificaciones de Brandy no eran descabelladas, había que hacer
eso o morir de hambre, había que demostrarles a los hombres que el mundo no es
sólo de ellos.
Anteriormente Brandy se había ganado
el pan con el olfato, contaba que había sido entrenado para reconocer los
químicos; pronto supo para qué servían y cómo se utilizaban. Conocía bien a los
hombres.
—Mi
amo producía droga, por eso lo mataron, me enseñó a reconocer aromas —¿Y eso para que sirve? —preguntó Perro
—Para hacerte rico —se limitaba a
responder Brandy no sin soltar un gruñido a manera de carcajada.
Perro, impresionado por las
historias de Brandy, y una vez que Cerdo fue aceptado por la banda, propuso la
idea darles un buen susto a sus amos. quizá de esa manera salvarían a Cerdo.
Brandy no quiso.
—No somos lo suficientemente
fuertes, ellos tienen armas, a lo mucho daríamos unas cuantas mordidas antes de
que nos pesquen a todos. Lo siento.
—¿Y sí los agarramos en emboscada?
—propuso Tyoko, el flacucho de la banda pero el más veloz.
—Esos nunca caminan, siempre traen camioneta
—replicó Cerdo.
—Mira carnal —dijo Brandy a Cerdo
—lo mejor es que te quedes acá con los salvajes, que ya no te retaches allá con
esos amos de mierda.
Pero Cerdo no tenía intención de
escapar, de verse como un cobarde. Tendría que buscar el modo de vengar la
muerte de su madre. Además qué haría un cerdo entre esa manada de perros. Sin
dientes afilados, y sin velocidad estaría perdido, pensaba que a la larga se
volvería una carga, y entonces vendrían los problemas. Aunque quizá, para su
venganza, los perros le ayudarían.
2
La
quinceañera andaba de lentejuelas, pese a estar embarazada, pues la panza se le
asomaba entre los apretados pliegues del vestido, sus padres le organizaron un
fiestón. Meses antes lo habían planeado. Cuando llegó el momento le dieron cran
a una res y a su único cerdo, darían un festín a los invitados. No se les hizo
curioso que éste no chillara tanto como la cerda de hace tres años; cuando fue
la boda del primogénito de la familia, esa si les había destrozado hasta los
tímpanos.
Agarraron a Cerdo por sorpresa, lo
llamaron como de costumbre para ofrecerle una buena ración de maíz; la niña
pequeña lo agarró de la cola y ¡sopas! que le dan cuchillo. El cerdo ni chistó,
parecía aceptar su muerte como ningún otro animal lo había hecho en la casucha.
Ni siquiera titubeó cuando los niños vinieron a darle los azotes “pa que se
ponga blanda la carne” según la costumbre en el pueblo. Sólo la más pequeña de la casa, la que
todavía no podía decir ni pío, se percató de que había algo anormal en los ojos
de ese animal, un extraño fulgor, una vidriosidad en la mirada que no había
visto nunca en los otros animales, incluso vio cómo el cerdo parecía sonreír a
la mitad de su masacre; mostraba apenas los dientes mientras se desangraba.
Perro sólo miró desde lejos, detrás
del viejo árbol sin hojas donde depositaban la basura, lloró en silencio. Por
más hambriento que estuviera, no engulliría la carne de su antiguo camarada. A
través de sus ojos se veía la tierra teñirse de rojo, y a algunos pájaros que
aguardaban estupefactos sobre las ramas.
Luego la olla, los granos de maíz,
los condimentos. La cabeza sumergida en agua hirviente y un aroma afrodisiaco.
Las mesas bien dispuestas, la música, el vals, las chelas. La sonrisa de los
chambelanes que no apartaban los ojos del escote de encaje de la quinceañera.
“Pinche Alicía, se está poniendo bien buena”.
Las múltiples postales en los ojos
de la cabeza de Cerdo —ahora sobre una bandeja— no quedarían en el olvido: la gente saboreando el caldo, la carne
pellizcada con dedos inocentes. Los comensales más generosos arrojando a Perro
las sobras en el plato, algunas todavía con rastros de carne. Perro sólo las
olía, recordaba el aroma del viejo camarada, y se apartaba a las esquinas,
cabeza cabizbaja, desde donde no podía dejar de imaginar lo que ocurriría
mañana, lo feliz que Cerdo estaría.
Pinche Brandy, que sabio había sido
el cabrón en sus consejos, que chingón el asalto a la tlapalería. Apenas había
sido ayer.
—¿De verdad quieres hacer esto? —le
había preguntado Brandy a Cerdo
—No tengo alternativa —repuso
Esa misma noche, la del asalto, la
víspera de los quince años, ladraron
hasta el cansancio en honor al valiente. Todos los perros del pueblo lo sabían,
nadie acudió a husmear en la fiesta. Cerdo ingirió el veneno a la mañana
siguiente, a eso de las seis de la mañana, y a las siete lo mataron. Un día después
de los quince años no hubo más festejo que el funeral: cien personas muertas
por comer cerdo envenenado, así decían los diarios, incluyendo a los niños, a los
amos y a la quinceañera que guardaba en su vientre un cuerpecillo que, de
milagro, se había salvado.